Él era Warri Kyangu. Ella, Yatungka de los Mandildjara. Pertenecían a la tribu de los Mandildjara, una de las pocas que en los años treinta aún practicaban su vida nómada tradicional en los desiertos del centro y del oeste de Australia. Eran jóvenes y se enamoraron, a pesar de que la ley de su tribu les prohibía contraer matrimonio por ser del mismo clan. Warri sabía que no podía casarse con Yatunka y quedarse en su tierra. Por esto escogió huir con ella. Se marcharon una noche, mientras los de su tribu dormían, y como temían ser capturados, juzgados y castigados, se fueron muy lejos. El consejo de la tribu buscó alguien para perseguirlos y hacerlos volver, de grado o de fuerza, y escogieron al cazador más joven y fuerte: Mudjon, el mejor amigo de Warri; juntos habían jugado de niños, habían superado los ritos de iniciación y habían compartido las largas jornadas de caza en el desierto.
Tras varios días de marcha, Mudjon encontró a los fugitivos entre la tribu vecina de los Budidjara, que les habían acogido. Desde una colina les pidió volver con él. Warri y los Budidjara le dispararon varios dardos para que se fuera, y él les respondió, pero nadie resultó herido. Aquella noche, Warri y Yatungka continuaron su huida hacia el oeste, y Mudjon retornó en solitario al campamento de su tribu.
Warri y Yatungka vivieron solos a partir de entonces, pero a pesar de que tuvieron hijos no eran felices, porque ningún Mandildjara puede ser feliz lejos de su tierra ancestral: eran exiliados en un país extranjero. Tanta era su añoranza que al cabo de los años decidieron regresar, dispuestos a afrontar el castigo de la tribu. Y se encontraron la tierra Mandildjara casi vacía.
Muchas cosas habían cambiado durante su ausencia. En los años cincuenta y sesenta, el gobierno australiano había propiciado una política de asimilación de los aborígenes, atrayéndoles a las misiones y reservas para acabar con su vida nómada y proporcionarles educación occidental y asistencia sanitaria. Muchos, los jóvenes especialmente, fueron subyugados por la excitante novedad del mundo blanco. Y esto es lo que había sucedido también en el desierto de Gibson, la Tierra Mandildjara. Cuando Warri y Yatungka volvieron, la tribu había desaparecido como cuerpo social. Ya no había Consejo de Ancianos, y sólo quedaban algunas familias aisladas que no se habían querido ir.
En los años siguientes, los hijos de Warri y Yatungka crecieron y abandonaron también la Tierra Mandildjara para irse, uno a uno, al mundo de los blancos, y seguir allí los ritos de iniciación entre los hombres de la tribu y encontrar esposas y esposos con que casarse. Por fin se celebró una gran reunión en el desierto, durante la cual las últimas familias y ancianos decidieron marcharse todos a reunirse con los jóvenes que ya estaban en las misiones, para tratar así de salvar la cultura y transmitirles las tradiciones. Mudjon, el amigo de la infancia, acudió a Warri y Yatungka para convencerles de que no serían castigados por su viejo pecado y de que se vinieran con él hacia el mundo blanco. Los dos amantes, ya entrados en años, le siguieron hacia el sur, pero les venció el miedo y una noche huyeron de Mudjon, por segunda vez. Se convirtieron así en los últimos de su tribu en vivir como los ancestros, cazando y recolectando, siempre de un pozo de agua a otro. Sin embargo, al menos ahora estaban en Tierra Mandildjara y hacían compañía a los espíritus, a las rocas, a los árboles y a las fuentes.
A mediados de los años setenta se sucedieron tres años sin lluvias. Algunos de sus próximos, que vivían en las reservas, se acordaron de Warri y de Yatungka, viejos y solos. ¿Cómo superarían el gran esfuerzo de encontrar comida y agua sin la ayuda de manos jóvenes y fuertes? Sabían que, si aún estaban vivos, ya no sobrevivirían otro verano. En 1977, un anciano Mandildjara se acercó a un grupo de antropólogos y les pidió ayuda para ir a buscarlos. Él mismo se ofreció como guía de la expedición. Ese anciano era Mudjon, el amigo de infancia de Warri.
La expedición, con dos vehículos todo terreno, se internó en el desierto más y más durante varios días. Cada pozo que encontraban estaba seco y tenía rastros de que unas manos humanas lo habían excavado desesperadamente en busca de humedad. El desierto también agonizaba. La Tierra Mandildjara ya no era la misma. Por primera vez en 30.000 años o más se había quedado vacía de humanos; la desaparición de los aborígenes, que durante milenios habían excavado pozos en busca de agua, había significado la huida de los animales salvajes, al secarse o llenarse de arena los pozos viejos. Además, al no haber nadie que realizara la vieja práctica de quemar los matojos secos de spinifex -para ayudar así a la regeneración de la tierra y al crecimiento de hierba fresca y de arbustos nuevos- la vegetación también iba desapareciendo, con lo cual los animales encontraban menos comida. El aborigen formaba parte integrante del sistema ecológico del desierto australiano, y al desaparecer, todo el equilibrio mantenido durante milenios se ha roto. La tierra se muere y nada la resucitará
La expedición fue siguiendo la pista de Warri y Yatungka de pozo en pozo, y estuvieron a punto de dar marcha atrás, pues pensaron que era imposible que aún vivieran. Sólo la sesudez de Mudjon les incitó a seguir. Y al fin, los encontraron, al pie del monte Ngarinarri, en el último pozo. Se habían ido adentrando en el corazón del desierto a medida que los pozos se secaban, y habían llegado al último. Delante no había nada. Detrás, sólo pozos secos. Estaban atrapados, con agua únicamente para unas semanas, pero estaban vivos.
Warri y Yatungka no habían visto nunca a un hombre blanco, ni un coche, ni habían oído hablar de ciudades o de la televisión. Pero querían volver a ver a sus hijos antes de morir, y además estaban viejos, famélicos y enfermos. Temían el castigo de los ancianos de la tribu, pero Mudjon les convenció de que nada les pasaría, y por fin, subieron a los coches que les llevaron de la Prehistoria al mundo de los blancos. Ellos descubrieron el siglo XX; y la Australia blanca del siglo XX descubrió que en su civilización tecnológica todavía era posible la existencia de gentes desconocidas viviendo la prehistoria en el desierto.
Mudjon murió súbitamente a los pocos meses. Warri sólo sobrevivió un año y medio a su rescate. Tras su muerte, su mujer Yatungka se negó a comer, y falleció 25 días después. Para ella, el mundo sin Warri no tenía sentido.
Los Colores de la Vida
Vivo en la selva amazónica, como tú en la gran ciudad.
Tú vas al supermercado y regresas a casa con comida y a veces con una mascota para tu hijo. Yo salgo a la selva a buscar mi comida, que está por todas partes; y a veces regreso a casa con un mono o un papagayo para que juegue con mis hijos.
En los campos, tus hermanos rezan a San Isidro para que no llueva, nosotros a Nunkui, la madre de las plantas cultivadas.
Te he visto sentado junto a tu hijo, enseñándole las cosas de la vida. Yo hago lo mismo, pero muy de mañana, y te aseguro que a mis hijos les encanta oír las historias de mi pueblo.
Y cuando tú vas al mar a bañarte y gozar del sol, yo me voy al ancho río Upano, que para mí es como el mar.
Y cuando te enfermas, el doctor te cura matando los microbios con remedios. En mi pueblo, el schamán los mata con flechas que nadie ve.
O sea, que hacemos lo mismo, pero de manera diferente. Es como si la vida fuera en todas partes la misma, sólo de diferente color. Y por ello, quisiera conocerte más, valorar lo que haces, lo que amas y construyes. Ojalá un día vengas a mi casa, y te sientes en mi banco y me cuentes de ti, hasta que el sol se hunda detrás de las palmeras de mi selva...
Tú vas al supermercado y regresas a casa con comida y a veces con una mascota para tu hijo. Yo salgo a la selva a buscar mi comida, que está por todas partes; y a veces regreso a casa con un mono o un papagayo para que juegue con mis hijos.
En los campos, tus hermanos rezan a San Isidro para que no llueva, nosotros a Nunkui, la madre de las plantas cultivadas.
Te he visto sentado junto a tu hijo, enseñándole las cosas de la vida. Yo hago lo mismo, pero muy de mañana, y te aseguro que a mis hijos les encanta oír las historias de mi pueblo.
Y cuando tú vas al mar a bañarte y gozar del sol, yo me voy al ancho río Upano, que para mí es como el mar.
Y cuando te enfermas, el doctor te cura matando los microbios con remedios. En mi pueblo, el schamán los mata con flechas que nadie ve.
O sea, que hacemos lo mismo, pero de manera diferente. Es como si la vida fuera en todas partes la misma, sólo de diferente color. Y por ello, quisiera conocerte más, valorar lo que haces, lo que amas y construyes. Ojalá un día vengas a mi casa, y te sientes en mi banco y me cuentes de ti, hasta que el sol se hunda detrás de las palmeras de mi selva...
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